«¿A qué llamarán mundo?»; comentario al relato «La carretera» de Ray Bradbury

Ray Bradbury es conocido sobre todo por sus obras Crónicas marcianas y más aún por Farenheit 451, siendo esta última una de las novelas distópicas más importantes del siglo XX junto a Un mundo feliz y 1984.

Pero Bradbury también fue un gran y prolífico relatador, con cientos de relatos en su haber. Uno de sus relatos más célebres es Un sonido atronador, escrito en 1952, narración que, según la revista Locus, es la historia más relevante sobre las consecuencias de los viajes en el tiempo, el llamado efecto mariposa. En otra ocasión hablaremos de este relato.

El comentario de hoy será sobre La carretera, un breve relato —de mis favoritos de Bradbury— que podemos leer en la compilación titulada El hombre ilustrado, que recomiendo para conocer a Bradbury en este formato literario. Si quieres leer el relato, puedes hacerlo aquí, en nuestra web.

Antes de que empieces a leer te aviso de que destriparé el argumento, porque la parte que más me interesa es la final. Si no lo has leído, puedes leerlo aquí.  

Como has leído el relato, no será necesario que haga ningún resumen. Voy a ir directamente al punto que más me interesa, que entiendo que es la clave de esta narración.

El conductor que para cuando sucede la estampida de coches que huyen de la guerra atómica le dice a Hernando: «¡La guerra! ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!»

«El fin del mundo». Como contraste, cuando ese coche ya se ha marchado, Bradbury narra lo siguiente, siendo el final del relato:

«Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo.

La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En solo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.

Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.»

¿A qué llamamos «mundo»? El contraste que menciono se encuentra en la descripción del paisaje y lo que le transmite a nuestro protagonista: «Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva. Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco». Es decir, la vida sigue. Que en nuestro ámbito suceda algo, sea grave o no, no significa que el mundo se pare.

Es curioso observar cómo las personas creen habitualmente que lo que viven representa la realidad de las cosas no sólo en su barrio, sino en el mundo entero. Nuestro vivir es un habitáculo efímero, normalmente sesgado, y que, nos guste o no, importa más bien poco.

No lo digo de forma nihilista, sino jerárquica: si se quema mi casa, me repercute a mí y a la gente cercana a mí y al incendio, y ya está. Eso no significa que el mundo esté en llamas o a punto de arder.

Lo demás son idealismos. Que estemos a favor o en contra de algo, que opinemos sobre un tema o que nos consideremos informados no tienen ningún valor objetivo; las cosas seguirán su curso, estemos nosotros ahí o no. Queremos pensar que sí, que somos partícipes de los sucesos del mundo por pensar en ellos y, llegado el caso, «hacer algo», pero si lo observamos con cierta frialdad y distancia, la grandísima mayoría de acontecimientos, incluso más de uno de los que nos afectan directamente, no depende de nosotros.

Tampoco estoy siendo pesimista, ni muchísimo menos. Pero es preferible no autoengañarse y saber cuál es el lugar de uno mismo en el mundo. Y eso en parte lo elegimos, en parte no.

Para Hernando, la vida continúa; si la guerra llega a su casa, ya llegará. Este relato, en mi opinión, es un ejemplo de estoicismo vital. Digo vital en el sentido de que forma parte de la naturaleza de Hernando, no es producto de la lectura de libros sobre estoicismo con un enfoque de autoayuda, o porque sea un filósofo o un religioso. Hernando vive el presente, sabe dónde está, sabe lo que hay.

Para él, el fin del mundo llegará cuando se muera. Lo demás es una sucesión de hechos que van naciendo y muriendo. Antes, no pasaba una hora sin que un coche cruzara la carretera. Luego, de repente pasan miles de coches despavoridos. Después, se huele que durante mucho, mucho tiempo no pasará ni uno. Y así es la vida: llama a su burro y sigue con sus labores. ¿Qué iba a hacer si no?


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