Capítulo 2: El tipocé (Mundo Cosa: Entre dioses y vapores)

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Canónica era una ciudad muy movida, como cualquier capital de país. Entre los residentes fijos, los que iban y venían por motivos laborales desde los pueblos periféricos, los turistas y gentes que en una posible encuesta sobre el porqué de su visita responderían «no sabe, no contesta», fácilmente se amontonaba un millón y medio de personas a diario.

La metrópoli estaba repartida en cinco distritos muy diferenciados entre sí, tanto en su arquitectura como en el tipo de gente que hormigueaba por ellos. Canónica tenía la forma de una flor de cuatro pétalos tostados amurallados rodeando un círculo que hacía las veces de núcleo de la urbe. Otros veían un trébol de cuatro hojas y no una flor, ignorantes en materia botánica que no tenían en cuenta que un trébol no posee pistilo. Bueno, algunas especies sí, pero no la que la gente normal piensa cuando oye «trébol».

Canónica utilizaba vapor de agua concentrada en altas presiones como fuente de energía. El agua para vapor la extraían del Maruango, un profundo lago subterráneo ubicado justo debajo de la ciudad que también daba de beber a los ciudadanos. El vapor se producía calentando carbón estávido, un tipo de mineral que requería de baja temperatura para arder y además contaminaba poco. Un complejo sistema de tuberías, válvulas y ruedas dentadas hacían el resto.

A causa de las tuberías que recorrían la urbe trasportando el agua gaseosa y las columnas de vapor que pintaban la ciudad durante toda la jornada, la capital de Bástalon generó su propio microclima. Llovía en algún momento del día, sin avisar y localmente, lo que obligaba a los canotenses a llevar siempre paraguas y a tejer ropas impermeables. El agua de lluvia se filtraba por unas grandes cañerías pegadas a las murallas, repartidas por los cinco distritos, y así era cómo el líquido de la vida volvía al Maruango y su ciclo comenzaba de nuevo. A veces caían fuertes tempestades con carga eléctrica, entre otros fenómenos meteorológicos únicos en la ciudad.

Un detalle particular de Canónica era que los vientos del sur, que soplaban a menudo, traían polen y semillas de una buena selección de bellas flores y plantas y, como la ciudad estaba vaporizada todo el día, los alegres vegetales crecían por todas partes, conjuntando su verdor con los cobrizos edificios y pavimentos. Por el mismo motivo, los cultivos eran hidropónicos.

Las edificaciones y adoquinados de la ciudad eran broncíneos por dos razones. La principal producción del distrito industrial de Canónica, Zulaque, el pétalo norte, era la siderurgia, en la que trabajaban sobre todo cobre, estaño y la suma de ambos, bronce. Los inmuebles, vehículos y aparatos vaporónicos se elaboraban y revestían con el preciado metal. Por otro lado, la piedra y la madera con la que se recubrían las calles y se levantaban construcciones eran del mismo color, con lo cual Canónica era una ciudad broncínea, ganándose el poco original epíteto de Ciudad de Bronce, título no del todo sincero pues, por las características descritas, Canónica era de color bronce, blanco y verde.

Otro metal que Canónica procesaba era el titilán, un escaso mineral gomoso que se utilizaba para ablandar las paredes y suelos de escuelas, centros médicos, hogares con niños, parques temáticos y otras instituciones. Había una mina de titilán al norte de la ciudad y podría decirse que Bástalon poseía el monopolio del blando metal.

El titilán también era un importante componente de ordenadores y otros dispositivos vaporónicos como los comunicadores portátiles —abreviado compo—, lavadoras, neveras, teteras vapóricas y otros vapodomésticos, debido a su capacidad de absorber el calor del vapor, algo esencial para proteger los circuitos de dichos aparatos. Todos los motores de los vehículos y de la maquinaria de la ciudad estaban recubiertos de titilán.  

La urbe se autoabastecía en lo esencial y les iba bien, igual que a los otros municipios de Bástalon, que aproximadamente funcionaban de forma semejante.

Respecto al compo, era un dispositivo del tamaño de una mano y se utilizaba para llamar, hacer fotografías, vídeos, enviar mensajes por escrito y algunas otras funciones relacionadas con el ocio. Casi todo el mundo poseía uno y para llamar, por comodidad, se usaba una especie de pequeño pinganillo inalámbrico que los usuarios se colocaban en la oreja y que también hacía las veces de micro. Muchas personas se lo dejaban puesto casi siempre, porque apenas se notaba en lo estético y sensible.  

Kaltus residía en el distrito este, Los Moldes, un conjunto de barrios a cada cual más pintoresco y peligroso cuanto más en la periferia estuviera ubicado, siendo La Mamba, al fondo del todo del pétalo, el más conflictivo e intratable. El despachador vivía en Pequeña Aquella, una barriada habitada por trabajadores de las fábricas de Zulaque, algunos bohemios venidos a menos —como todo buen bohemio—, dragomanes y despachadores como él. La sede del gremio de despachadores se ubicaba en el barrio y por eso Kaltus se instaló allí cuando se sacó la licencia, para tener cerca su sindicato, por si cualquier cosa, si bien el gremio tenía poco que ofrecer a sus miembros.

Una semana después de la faena del batalítico, el secretario general del gremio, Congio Dechado, llamó a Kaltus por compo y le mandó presentarse al mediodía del día siguiente en la sede gremial. Lo más probable es que se tratara de un nuevo encargo, o quizá alguna gestión burocrática sin sentido, como a veces tocaba hacer. O importunar, muy propio del secretario cuando se aburría.

El despachador fue para allá deseando no atender una cuestión administrativa, cosa que abominaba y, puestos a desear, si era para un nuevo trabajo y lo aceptaba, esperaba que fuese lo más cerca posible de la ciudad. Según había calculado, a más lejos de la urbe, sobre todo hacia el sur, más peligrosa, engorrosa y carente de buena fortuna era la misión. Con el tiempo, Kaltus supo que trabajar dentro de la ciudad tampoco era sinónimo de tranquilidad. El riesgo se acumula en los lugares más inesperados, como el vapor de Canónica.

—Me han hecho llamar —dijo Kaltus al portero de la sede, Testor.

—Hombre, Kaltus, cuánto tiempo —respondió Testor—. No has perdido la costumbre de no saludar.

—Ya sabes que para mí la vida no tiene interrupciones y que todo es un continuo, no es por mala educación.

—Lo sé, aunque me sigue chocando un poco.

Testor, un enjuto bigotudo, revisó la lista de visitas del día.

—Sí, maese Métrico te espera en media hora.

Hacía ya varios meses que Kaltus no aceptaba encargos de la sede. Cuando le ofrecían un trabajo solía responder que estaba enfrascado en alguna otra faena, aunque no fuese verdad. Trabajar para el gremio de arqueólogos o para los aburridos ricachones era una mejor fuente de ingresos que las ofertas laborales del gremio. A veces sí que aceptaba algún encargo de ellos, porque le sabía mal decir siempre que no y tenía cierta amistad con maese Métrico, el presidente, que a su vez fue uno de sus maestros.

Como la directiva del gremio sabía muy bien que muchos despachadores rechazaban la mayoría de las propuestas de trabajo que ofrecían, decidieron no comentar nada de por qué requerían a sus miembros hasta que no se personaran allí, para persuadirlos mirándolos a los ojos. Sin embargo, el arte de convencer no sólo se fundamenta en hacer ojitos a la víctima; también hay que usar la palabra con melosidad y la directiva del gremio no era muy ducha en eso. Al menos, solía ser educada. La cuestión es que casi nunca conseguían convencer a nadie, y si lo hacían era porque el despachador en cuestión iba mal de dinero y no tenía otro trabajo a mano.

El gremio no regulaba los trabajos de sus miembros porque estos trataban con sus clientes en privado. Tiempo atrás sí lo hacían y gestionaban los encargos, pero desde hacía cinco años la situación cambió. Los despachadores se dieron cuenta de que la directiva del gremio se quedaba con un buen pellizco de los ingresos de cada faena realizada. Encima los encargos no sólo se pagaban mal, también tarde. La relación riesgo-salario estaba descompensada, pesando más el riesgo que el salario, hecho que a los despachadores les parecía de mal gusto y poca empatía.  

Los despachadores acusaron de abuso y mucha cara a la dirección del sindicato. La directiva alegaba que encontraban trabajo para todos y se ocupaban de las gestiones administrativas, que mantener todo eso no era barato. Al final, la situación se solucionó a medias. Los despachadores pagaban una cuota para que la sede les llevara las cuentas, de cuando en cuando aceptaban alguna faena del gremio y poco más. A partir de entonces, poco a poco el gremio fue decayendo en cohesión y prestigio.

Por estas razones y otras tantas menores, en la actualidad el gremio se sustentaba de la formación de nuevos despachadores, de cursos sacados de la manga para que los trabajadores en activo actualizaran sus conocimientos o aprendieran las nuevas normativas, de algunos encargos cuyo cliente solía ser alguna institución oficial menor y de novelas que narraban las aventuras de los despachadores, que servían como divertimento para algunos y como propaganda reclutadora para otros. Eso formaba una rueda con la que el gremio más o menos se mantenía en pie.

Kaltus entró en la oficina de maese Métrico, el presidente del gremio. Antaño, maese Métrico fue un notorio despachador que se ganó el respeto y la admiración —o una de las dos, dependiendo de a quién se preguntara— no sólo de la asociación, sino de la ciudad y un poco más allá de ella, debido a algunas gestas que fueron plasmadas en una exitosa trilogía de novelas editadas por el gremio titulada El vapor del héroe. Algunas voces recelosas creían que las historias reflejadas en esos volúmenes tendían a la exageración, como es habitual en las novelas de aventuras y las autobiografías. El gremio y la alcaldía siempre hicieron lo posible por mantener limpia la imagen de Métrico pues, según pensaban, una ciudad, para ser célebre y atraer buena fama, turismo e inversiones necesita de héroes en su historial.

No obstante, Métrico tendía a ser discreto. No daba entrevistas, no salía en programas de la pantalla, ni asistía a actos públicos. Casi podría decirse que sólo los miembros del gremio, algunas instituciones y su familia conocían su aspecto físico.

Ahora maese Métrico ya era mayor. Su rostro estaba marcado por las arrugas y una cicatriz vertical que recorría el ojo derecho hasta la mejilla; sus cabellos eran blancos como la leche agria. Estaba un poco fondón, aunque se le intuía un pasado gallardo.  

Podría haberse jubilado, pero era un individuo inquieto y, según decía, no le apetecía quedarse en casa mirando desde su ático el ajetreo de la ciudad y las torres de vapor. Y al gremio le venía bien la presencia de la vieja gloria para conservar el poco caché que le quedaba.

Un detalle que siempre llamó la atención de Kaltus era la decoración del despacho del maese. Aparte de guardar el orden clásico de lo que debe ser un despacho, el presidente poseía una colección de extrañas figuras cinceladas en piedra, todas expuestas en una estantería. Por tamaño y lugar en el centro del mueble, destacaban dos: un busto de una criatura con cuernos sin rasgos del todo definidos y una piedra con la forma de una mano abierta. Kaltus, que en alguna ocasión preguntó qué eran esas piezas, recibió como respuesta que se trataban de regalos familiares, y que la mano de piedra era la de un antepasado suyo.  

Métrico no estaba solo. Con él había tres personas más: el secretario Dechado, con su pelirroja barba recortada; Shuta Oston, el encargado de la gestión de trabajos para los despachadores, de mandíbula cuadrada y ojos saltones —ceceaba—, y Botánica Luss, la alcaldesa de Canónica —mayesta era el título— desde hacía dos años, de castaños cabellos rizados que rodeaban un rostro con forma de triángulo isósceles invertido. Si se había personado la mayesta en el gremio, la cosa era seria o promocional. Pronto lo sabría Kaltus, que empezaba a sentir pereza de la situación sin saber aún de qué iba el asunto.

—Bienvenido, Buensuceso —saludó maese Métrico—. Supongo que conocerás a nuestra ilustre mayesta, Botánica Luss.

—No en persona —respondió Kaltus—. Un placer, mayesta.

Se dieron la mano y Luss comenzó a hablar.

—Tanto gusto, Buensuceso. Es un despachador muy reconocido por todos. Si sigue así, pronto superará a maese Métrico en gestas y fama —dijo en tono jocoso mirando a Métrico: él ni se inmutó.  

En realidad, Kaltus sí era reconocido por sus habilidades entre los miembros del gremio, aunque no por el gran público. No tenía novela propia y los únicos que podrían haberle dado cierto renombre eran los ricos que le contrataban, pero como estos se avergonzaban de sus ridículas expediciones, procuraban no hablar demasiado de ellas para preservar sus estatus. Además, había otros despachadores en la lista de posibles sucesores de maese Métrico.

—Te hemoz hecho llamar porque la Mayezta tiene un azunto muy delicado que tratar con nozotroz —dijo Oston.

—Vale, ¿qué es? —preguntó Kaltus.

—Veo que es un hombre directo —observó la mayesta—. Lo prefiero. Supongo que habrá visto en los periódicos o en las noticias de la pantalla la aparición nocturna de un misterioso individuo que se ha cobrado tres víctimas en una semana.

—Sí. Lo he leído en el periódico, sólo uso la pantalla para ver películas.

—A la mayesta no le interesa para qué usas la pantalla, Buensuceso —dijo Dechado.

—No eztá de máz zaberlo —intervino Oston—. Azí cuando le expliquemoz algo no haremoz referencia a la pantalla y no perderemoz tiempo.

—Siempre te fijas en nimiedades, Oston —dijo Dechado.

—Nimiedadez para loz que no atienden, zecretario.

—¡Caballeros, por favor! —exclamó Métrico—. La mayesta no ha venido a la sede a presenciar nuestras rencillas personales. Disculpe, mayesta, prosiga.

—No hay problema, en toda casa hay manchas bajo la alfombra que ni el vapor puede quitar —respondió Luss—. Bien, Buensuceso, sabemos que el asesino es un monstruo. Hemos mentido a la prensa para que no cunda el pánico. Necesitamos atraparlo ya.

—¿Y por qué quieren que lo despache yo, y no otro? —preguntó Kaltus—. Etaura Manfras y Rúgido Tan son especialistas en espacios urbanos, yo no. O puede ir Dim Dinich, que es multitarea y el más confiable de todos nosotros.

—Dinich se encuentra de viaje por una misión y tardará en regresar —dijo Métrico—. Además, el monstruo al que nos enfrentamos pertenece a una especie que conoces bien. ¿Recuerdas la Operación Reyezuelo?

Kaltus abrió un poco los ojos, con cierta sorpresa.

—Cuando se reveló lo que tramaba la Corporación Fuegalto —dijo el despachador.

—Sí. Fuegalto estaba fabricando un ejército de monstruos biológicamente modificados para conquistar la ciudad —dijo Métrico—. Fuimos contratados para acabar con los que estuvieran operativos, que por suerte eran pocos. Y a ti te tocó despachar al peor de todos.

Kaltus no tenía buen recuerdo de aquella misión. Sucedió un año y medio atrás. Fuegalto, una codiciosa corporación dedicada al torrefactado de café y a la tostadura de frutos secos, comenzó a virar su trayectoria empresarial. Su dueño, Útifo Antáster, por razones no esclarecidas en aquel momento, se vio con el derecho de apoderarse de Canónica.

Para conseguir su grandílocuo propósito, Antáster contrató a unos científicos de los que experimentan con monstruos para fabricarse un ejército de criaturas horrendas. Según el sumario del caso, todo lo hizo en secreto por tres razones: uno, para que nadie se le adelantara; dos, porque conquistar la ciudad era ilegal, y tres, en la misma línea, porque producir monstruos también era ilícito, siendo un agravante de la segunda razón o viceversa, según el juez que trabajara en el caso. Respecto a la producción de monstruos, esta actividad estaba prohibida por la fealdad, ruido y violencia de los seres oriundos de laboratorios que, a más ilegales fueran estos, peor.

Los planes de Antáster fueron descubiertos porque, según fuentes oficiales, surgieron ciertas irregularidades fiscales en la contabilidad de ese mismo año. Los agentes tributarios investigaron y se destapó la trama.

Una vez descubierto, Antáster se resistió y liberó a algunos de los monstruos que tenía a su disposición, y la mala fortuna de Kaltus le llevó a que le tocara despachar a un lempachúrido de tipo-C, la más agresiva de las criaturas de laboratorio, si no contamos a las de tipo D y E, claro. Antáster murió en el choque con la policía y un grupo de despachadores, entre los que se encontraba Métrico, el mencionado Dinich y Kaltus, entre algunos otros. Recordando aquel evento, el despachador dijo con pesadez:

—El lempachúrido de tipo-C. Un bicho muy correoso. ¿Cómo saben que es un tipocé?

—Lo dijo él mismo —comentó la mayesta.

—Los tipocé no hablan —respondió Kaltus.

—Pues este sí. En el tercer asesinato, según las pesquisas de nuestro cuerpo de policía, un testigo vio una sombra monstruosa que no paraba de decir «Soy un lempachúrido de tipo-C».

—Quizá algún fanático de Antáster se quedó con un espécimen de tipocé y lo mejoró —dijo Métrico.

—Hablar no ziempre tiene por qué zer una mejora —comentó Oston.

—Desde luego que no, a veces sería mejor no poseer aparato fonador —dijo Dechado mirando a Oston, sardónico. El gestor de encargos le devolvió una punzante mirada con deseos de que le pinchara en la cara de verdad. Métrico, al ver que la tensión entre ambos directivos crecía, volvió a hablar.

—Hable o no hable el tipocé, la sombra descrita por el testigo coincide con la morfología del monstruo.

—Según cómo te dé un foco de luz puede distorsionar tu sombra —dudó Kaltus.

—Es que de casualidad el testigo es catóptrico —afirmó la mayesta—. Sabe medir bien sombras y reflejos.

—Si es un experto en espejos y luces me lo creo —dijo el despachador—. Según la prensa, el tipocé opera en el pétalo sur, ¿verdad?

—Sí, en el pétalo Miparné, en concreto por Barrio Mazo.

—Patria de los histriónicos y los pendencieros —espetó de nuevo Dechado, dirigiéndose a Oston.

—¡Loz de Barrio Mazo zomoz apacionadoz, bufón callejero! —respondió airado Oston, que estaba harto de su compañero.

—¡Señores, hasta aquí! —dijo Métrico con autoridad—. ¡Márchense de mi despacho! Luego les recordaré lo que son los modales.

Oston y Dechado se marcharon sin dejar de dedicarse calificativos y de imitar cada uno al otro desde la burla, Dechado ceceando y Oston sin cecear. También se oyó alguna pedorreta.  

—Le pido de nuevo disculpas por este pueril comportamiento, mayesta —dijo el maese inclinando la cabeza—. No los reuniré más en su presencia.

—De verdad, no pasa nada, Métrico —dijo Luss—. Que este mes no cobren.

—Sí, señora. Vamos al asunto, Kaltus. Esta misma noche irás a Barrio Mazo para ayudar a la policía a seguir la pista del tipocé.

—¿No quieren cazarlo? —preguntó Kaltus.

—Por ahora no —respondió la mayesta—. Queremos que lo siga sin que se percate de su presencia, para descubrir su origen. Es un tipocé y por tanto tiene dueño, y eso es lo que nos interesa conocer. Si su amo es un nuevo Antáster, debemos pararle los pies lo antes posible.

—Este trabajo será muy bien remunerado —dijo Métrico para motivar a Kaltus—. La mayesta es la clienta directa de este encargo.

—Excepto unos pocos agentes de Barrio Mazo y algún asesor de mi gabinete personal, nadie sabe sobre este asunto, ni siquiera el Ayuntamiento. No desearía que este problema se filtrara. Por eso me he personado en la sede del gremio de incógnito. Espero que esos dos inútiles no se vayan de la lengua, Métrico.

—En absoluto sucederá algo así, mayesta. Se juegan la excomunión y lo saben.

—Perfecto. Confío en usted, Buensuceso.

—Esta noche terminará todo, mayesta —dijo Kaltus confiado.

—Ojalá.

La mayesta Luss se puso su abrigo, un pañuelo en la cabeza y sus gafas de sol de lentes circulares, como las de todas las gafas de Canónica, y abandonó la oficina.

—¿Qué hay detrás de todo esto, maese Métrico? —preguntó Kaltus, suspicaz—. Es raro que la mayesta haya venido aquí y no su consejera, como manda el protocolo.

—Lo que voy a decirte es aún más confidencial que este encargo secreto, Kaltus. Antáster fue amigo y mecenas de Luss durante años, y ella no le devolvió el favor cuando fue elegida mayesta hace dos años. Esto disgustó al torrefactor y entre que era un megalómano y bastante vengativo, quiso arrebatarle la ciudad a su antigua amiga.

—No lo sabía. Pero Antáster murió durante la Operación Reyezuelo. ¿Qué tiene que ver el tipocé con todo eso?

—Antáster no estaba solo en su plan de conquistar Canónica. Por lo menos tenía dos cómplices, aparte de sus subordinados y los monstruos. Nunca se supo quiénes fueron.

—Y la mayesta los quiere atrapar para cerrar el tema y el tipocé es una posible pista.

—Algo así. Espero que no te importe ocuparte de un asunto personal de la mayesta. Precisamente he pensado en ti para la misión no sólo porque ya has luchado con un tipocé, también porque eres discreto y de confianza, aunque desde hace tiempo los despachadores os hayáis distanciado de nosotros.  

—Mientras pague en condiciones, me trae sin cuidado su vida íntima.

—El triunfo de esta misión podría ayudarnos a recuperar algo de prestigio —Métrico seguía con su discurso—. Sé que a los despachadores no os importa demasiado, pero los miembros de la directiva queremos recuperar la gloria de antaño y que todos trabajemos juntos de nuevo. El gremio no se creó para ser una empresa de contabilidad, sino para ayudar a la población y forjar héroes.

—Ya, ya… —Kaltus no atendía demasiado a ese tipo de comentarios; no le daban de comer, pensaba.

—Preséntate en la comisaría de Barrio Mazo a las diez de la noche. Pregunta por Tobas Veid, es el comisario. Allí te darán las instrucciones de la misión.

—Voy a prepararme.

Kaltus se marchó de la sede directo a su casa a preparar el equipo necesario para reducir al tipocé si se daba el caso. No era un encargo que le apeteciera en absoluto. El riesgo no era alto y contaría con la colaboración de la policía, pero el tipocé era un bicho escurridizo y violento a la par. Podía escupir veneno como de repente hacer el abrazo quebrantahuesos, beso incluido. O gritar al oído y dejar sordo a cualquiera durante una semana. O existir, lo cual ya era molesto para muchos, Kaltus entre ellos. Si de verdad le pagaban bien, el despachador se tomaría una semana de vacaciones.

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