Hoy comparto un relato que escribí hace unos días. Habla sobre el otoño.
Ella siempre disfrutaba de la luz solar. Le reverdecía, provocándole agradables sensaciones que le hacían sentirse pletórica. Era algo que compartía con sus hermanas y con el resto de los habitantes de su pueblo. Era una especie de culto solar, una alabanza al sol.
No se trataba —como muchos hacían— de tostarse la piel con finalidades estéticas y vacías. Ella lo experimentaba como una reverencia a la luz, una contemplación mística, podría decirse. Pero lo vivía con naturalidad, lo había aprendido de sus padres y de sus mayores. Lo llevaba consigo, lo tenía incrustado en sus células y no renegaba de su condición.
—Ahí vuelve la brisa —decía su hermana mayor, a la que se sentía muy próxima.
La brisa matutina, aun siendo a menudo fría, era la que más disfrutaba. Algunos familiares compartían dicho gusto por el frescor de la mañana y otros no tanto porque habían enfermado alguna vez y, cuando refrescaba, intentaban resguardarse un poco. No les quedaba otra que aceptar lo que viniese con tal de practicar su culto al sol.
Muchos, ajenos a los quehaceres de ella y sus paisanos, no eran capaces de comprender qué gracia tenía tanta fijación en el Astro Rey. Hasta era criticada por ello. «Se puede disfrutar de tantas cosas», decían. Por ejemplo, de cosas tan sencillas como un poco de sombra, de un buen trago de agua, de un delicioso bocado o de un paseo por el campo para conocer un poco de mundo. Pero ella tenía en su hogar todo cuanto necesitaba. ¿Para qué salir?
Era cierto que otras poblaciones no se encontraban en una ubicación demasiado deseable, ya fuera por el excesivo frío o por el agobiante calor, los vientos norteños o la limitación de las horas de sol. Ella se sentía afortunada de vivir en un pueblo próspero con un clima agradable casi todo el año.
Además, y esto lo había heredado también de su familia, era de costumbres muy arraigadas. En su hogar, su querido pueblo, nadie molestaba a nadie y podían practicar su culto diario sin problemas.
—Lleva días nublado y está refrescando bastante, resguardaos —decía otra de sus hermanas cuando llegaba el otoño.
El otoño era su estación predilecta. Todo tomaba unos tonos ocres, rojizos y cetrinos que le recordaban al sol. El ambiente se templaba y un aura de intimidad lo impregnaba todo, incluso a ella. También era una época en la que algunas gentes de su pueblo emigraban, en más de un caso sin dar explicación. Se preguntaba a dónde iban. Llegó un día en que lo supo. El hálito otoñal la sacó de su casa, arrastrándola. Pasó por zonas de su pueblo que no conocía, e incluso rozó las afueras de su hogar. Cuando tocó tierra, se sintió muy extraña. Todo era muy nuevo, pero al menos el sol permanecía alumbrándola. Luego se percató de que no estaba sola, pues otros paisanos ahí estaban. Sintieron que sus padres las llamaban y que pronto serían recogidas para volver a empezar.
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